Esperanza López Parada se fija en el espacio y en el tiempo de una vida, de la vida. Empieza por fijarse en el espacio que somos, que ocupamos; en el cuerpo y en el vacío que lo envuelve, y lo acaba entreverando con el tiempo. La vida son tres días cuajados en materia que por corpórea es opaca, apariencia de forma y de presencia.
Cuando describe, lo hace de forma detallada. Las dimensiones, los obstáculos, las líneas que se entrecruzan llevando la mirada a un punto de fuga, el arco que traza la luz en su declive cuando llega la tarde, en el interior de su cuarto. Otras veces, percibe el espacio a través de los sonidos, los que le llegan del interior del cuerpo, su voz o la del otro, siempre como si viniera del cuarto contiguo.
Voz anónima, «nombre sin nombre […] sombra en la sombra, pozo añadido al pozo», indicio que se presenta en el sueño, viene del subconsciente o a través de la luz tamizada cuando vemos, en ella, la imagen solapada del recuerdo. Tenemos las palabras, pero el referente se diluye ante los ojos, lo que perfilan es el «hueco abandonado de su cuerpo». Para nombrarlo, uno tiene que alejarse y a pesar de ello, la poeta encuentra la belleza en aquello que se escapa, en lo efímero. Todo el cuidado lo pone en ese hueco.
Esperanza López Parada utiliza un lenguaje sencillo y directo para ir al lugar común de muchas poéticas, narra esas secuencias en las que el pensamiento cae en la cuenta, se desdobla y se percata del desdoblamiento. Nos muestra la puerta entreabierta, el otro lado, más allá de lo que uno atiende cuando anda disperso, entretenido en lo cotidiano. Obra el milagro de hacer con lo común, algo totalmente personal. Talla una voz propia, con un tono inconfundible lleno de matices.
Juega con la forma para que el yo poético hable desde distintos lugares. De hecho, lo que hace es cambiar de posición en el tiempo, adecuando a ello la forma del poema y su lenguaje. Poemas de versificación más fría y angulosa, o con mayor lirismo, dándoles entonces, una cadencia algo más suave. El capítulo de estelas, titulado «Las causas transparentes», parte el libro en dos como si fuera un paréntesis. Cápsulas de instantes congelados que sincronizados con el tiempo lineal, conviven con nosotros. Resultan así, dos dimensiones superpuestas. Después de los dos capítulos precedentes, «La puerta de al lado» y «La parte oscura» y antes de «Elegía» y «Los tres días», que discurren en el equivalente al intervalo de una vida, la de la poeta o la del lector, «Las causas transparentes» rompe la linealidad. En dicho capítulo, describe diez estelas, monumentos funerarios de la época romana. El lenguaje se acerca al tono de los epigramas que se escribían al lado o bajo las estelas. Vida y muerte en un texto liviano, un recordatorio amable o una reflexión contenida puesto que no sería adecuado dramatizar sobre algo tan previsible como la finitud.
La autora ya había referido en poemas anteriores, esa sensación que a veces tenemos de advertir pasado y presente a un tiempo, por ejemplo, viendo a unos niños cantando entre juegos, en un jardín: «Grises y descalzos en la niebla, están ellos jugando /desde ayer» y así, asevera: «Todo lo repiten porque el mundo lo repite todo». Con las estelas consigue que el lector reflexione sobre la tempiternidad, tal es el efecto de ese capítulo en mitad del libro, su extrañeza. ¿Qué es la eternidad sino la intensidad de un instante? En palabras de Raimon Panikkar, «nada perdura sin ser tocado por el tiempo, ni la eternidad misma». De esta forma, eternidad y temporalidad entran en contacto, la eternidad no es ajena al tiempo y la plenitud debe buscarse en el instante.
No debe ser casual que retome la linealidad en el capítulo «Elegía», titulando los siguientes poemas con números romanos. Los poemas de los dos primeros capítulos no llevaban título. Las estelas llevan el correspondiente a la lápida conmemorativa que refieren. Los siguientes sólo conservan el número y en «Los tres días» se volverá a los poemas sin título. Una especie de rastro que dura apenas otro instante. Es «Elegía» un tránsito, una serie de nueve poemas que empieza con la imagen de un pájaro y sigue, la autora, recordando a alguien que le precedió y con el que hizo una parte del trayecto, rememorando su talante, sus gestos, su legado. Tenemos aun presente que la muerte forma parte de la vida, que el afecto se torna imagen amable y que es pueril toda revuelta.
Llegamos al final, la vida son tres días cuajados en materia que por corpórea es opaca, apariencia de forma y de presencia, decíamos. Materia vulnerable sujeta a los vaivenes del azar. Vuelven los pájaros a estar presentes en los poemas, frágiles y huidizos. Vuelven los espacios y las escenas cotidianas, los velos, las preguntas. Materia que dibuja rostros, a la que le crecen alas, que guarda los afectos. Materia cóncava o convexa, que cobija o que expulsa de su seno, que perdura transformándose. La voz no amaga su temblor a pesar de la aceptación estoica presente en la parte central del libro, no sería humana una total entereza. Habrá que esperar la pérdida y luego, habrá que dejar que las cosas vuelvan con el recuerdo, que la vida pase a su tiempo, aunque sean tres días con pequeños atisbos de belleza, si se mira atentamente y en silencio.
NO ES ÉSTE un lugar habitable, donde nada
puedo llamar mío, menos mi habitación
blanca, mi techo diminuto o la esquina,
el país medido en que cuento las tardes.
Por turnos se duermen las luces al oeste,
se ensombrece aquella página en que leo.
Corren los años hacia su única noche,
se levanta viento y lluvia. Una vez sólo
se entorna la puerta y una vez vemos.
Ahora oigo a través del tabique
el paso sin figura de mi prójimo.
EN EL JARDÍN los niños cantan como lo hicieron antes
y llegan a ser los mismos, los que primero fueron.
Todo lo repiten puesto que el mundo lo repite todo.
Grises y descalzos en la niebla, están ellos jugando
desde ayer un juego igual bajo los árboles.
El tiempo se demora hasta mañana temprano.
Estela de Hegeso
Apretados zafiros y breves esmeraldas,
malvados ópalos y candentes rubís,
el oro que envuelve los tobillos
y la plata que suena en las muñecas,
mis joyas, mi júbilo y mi angustia, mis delgadas armas,
el cuerpo que os sostuvo ya no existe,
los labios que os despiden ahora se marchitan.
VIII
ÉL SE DURMIÓ tres tardes y tres noches
y nada nuestro le hizo despertarse,
ni música ni ruido ni agujas ni espejos,
ni por nuestro duelo consiguió levantarse.
UNA PUERTA se abre y en una latitud
diferente otra viene a cerrarse.
Porque no hay ordenado universo
en que sea posible negar tal ley
y quede alguna acción desatendida.
Porque no corre ningún hombre
sin que los árboles se curven.
Y lo que perdí vendrá a saludarme.
Es una cuestión de paciencia y matemática.