Descripción
Con un grito lleno de asombro, casi infantil –¡es Toledo!, ¡es Toledo!–, Rainer Maria Rilke le anuncia a su amigo Anton Kippenberg la llegada. Tanta espera, tanta visión alucinada –los Toledos de El Greco–, se hacían por fin realidad en una mañana luminosa de invierno.
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