Debajo de la lengua es parte de la trilogía Arquitectura de la mentalidad, del poeta chileno Héctor Hernández Montecinos (Santiago, 1979) y se abre con una cita de Dante, lingüista en latín y poeta en toscano. A veces pienso en el futuro de la lengua inglesa y de las lenguas que insemina y fagocita y me pregunto si vendrá una nueva constelación de lenguas surgidas de la corrupción de la de Shakespeare. Y si vendrá un Dante que escriba en inglés perfecto pero hable un idioma mestizo; si algún día escribirá en esa lengua cimarrona su poesía al fin, y, siglos después, su obra será venerada como documento fundacional de las nuevas literaturas.

Héctor Hernández Montecinos abre camino a esta futura lengua mestiza cuando transita temas y ámbitos nuevos en sus poemas sin dejar de ser un gran poeta. Lo que se habla se puede escribir y viceversa, pero muchas veces priman los usos y costumbres llamados cultos por encima de los considerados vulgares, y seguimos escribiendo como hablaban en el siglo XIX, o en el XVI. Hablo de palabras y metros pero sobre todo hablo de actitud. La primera apertura es llamar a esta recopilación de poemas «libro de viajes», concebir que la poesía pueda ser bitácora y acoger en los preámbulos citas de autores latinoamericanos, como piedras de Pulgarcito que sigue el poeta en su periplo por la latitud del idioma. Los verdaderos mapas del libro no son los que se incluyen en diversos puntos. Los poemas son los mapas. Al final, la poesía acaba hablando de lo de siempre, la memoria, el amor, la ciudad, el paisaje y la muerte, pero en el cómo lo haga está la ciencia. La ciencia poética. Quizá esa sea la escala en un libro de geografía como este, un atlas tierra y cuerpo adentro. Véase la actitud en «La violencia de los poetas», cuando transita por la memoria:

Murió mi abuelo que comía piedras al amanecer, se dio un tiro de rifle en la boca pero la bala rebotó y cayó junto a los pies del cadáver.

Murió mi abuela que era una constelación delirante a través de las noches más duras donde me enseñó a caminar con los puños para que el olvido y la angustia no me destruyeran como a ella.

Murió mi tío intoxicado con el veneno ramificándose por sus pulmones que eran extrañas casas donde vivían electrodomésticos solitarios y barrocas pinturas. […]

***   ***   ***

Comer piedras al amanecer, caminar con los puños, restallan esas imágenes que explican la memoria herida de los poetas. Su violencia también. Es la belleza y su cara B, un mundo invertido que la poesía del futuro vendrá a desvelar si no lo está haciendo ya:

Solo y loco, el agua

En el lugar más alejado del libro, donde hay un río de cenizas y alas deformes, los ciegos se enredan entre sus nombres y la sed que estos tienen de ser otros.

Yo, Escritura Invertida, advierto el filo de toda caligrafía cuando el blanco del papel es una hoguera arrasada por los círculos de vientos que las migraciones traen como la lengua llena de musgo y racimos.

Yo, Lectura Enferma, que bajo los ojos de la fijeza fui apartada por la rapiña de la dicción y sumergida en los mares de la luna donde muy abajo se empecinan en hacer la noche, donde enjambres de luz y medusas con hélices de caza extraen agujeros negros de las piedras. […]

Las piedras, ¿siempre las piedras en este Chile tendido como un lienzo mineral de los Andes al Pacífico, de Atacama a los Dientes de Navarino? Los periodos en los poemas llevan el sentido hasta sus últimas consecuencias en una prosa que se hace poesía así, generando el devenir de su tensión y su extensión en cada frase. Pero también sabe el poeta quebrar los versos:

Regreso del ángel

Mi corpus secreto espera
seguir volando
a pulso
en silencio
sin que haya rastros de mí

En una novela de viajes hay espacio para la reflexión teórica, como estos extractos sacados de Notas para Kors: «No hay anécdotas, la escritura no se deja sorprender por la ordinariez de la vida». O este: «Quien lee para entretenerse que se mate antes que mate a la literatura». Y más: «Abstracción. Imagen de la imagen de la imagen». Más adelante, en Virreinato sideral (¿Qué mejor emblema para América, un virreino sin rey ni reino, como un mapa de las estrellas?), lo hay también para una poética:

Qué secreto
debo olvidar
en el poema.

Viene a la memoria la obra de un poeta como Dionisio Cañas, que escribió iluminadas páginas sobre la generación española del 50 desde la atalaya de Nueva York y labró allí una valiosa y rara poesía para nosotros.

Otro libro de Héctor Hernández Montecinos se titula Pequeño Dios, y pienso en el poeta como un dios sin reino, rodeado de las piedras que ha tallado en la intemperie. Algo de Sísifo y Tántalo tiene la labor poética. Y cuando la tribu ya desconoce al demiurgo que le ha labrado el idioma, el poeta acaba siendo ser de catacumbas, arrumbado a los ejidos, dueño solo y como mucho de los mapas. ¿Cómo no va a ser narcisista? Pienso también que todo dios es un niño con el mundo a sus pies y el peso mineral de la historia encima de la cabeza. El principito no es lectura para niños, hay pocas imágenes más crueles que ese planeta inhabitado en el que brota un ser indefenso. Supongo que hay que haber visto muchas veces el aplomo mineral del desierto desde un aeroplano, de día y de noche, para imaginar tamaño apocalipsis. Que la geografía cabe en un mapa se sabe solo cuando se ve el desierto. Si no dibujara, ese niño sería poeta, el pequeño dios que nombra la escueta fenomenología de su existencia. Llegará lo feraz y saldrán poetas como Whitman, mentado en el libro, que cruzaba puentes recién tendidos sobre el Hudson; como Neruda, que huía Chile arriba y Chile abajo y se refugiaba en las casas y en las camas de los chilenos y las chilenas. Héctor Hernández Montecinos huye y su refugio es América, y su paisaje tiene algo de Piranesi o de Chirico. Hay quien diría que su poesía es poesía metafísica. Más feral que feraz, anticipa un mundo por venir no necesariamente bucólico ni benigno. La rodean, como una corona de espinas, los laureles de Dante, el aura de los malditos.

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