EEsta confesión tiene su semilla a sesenta kilómetros de la abadía de Montserrat en calle de Grau i Torras, en Barcelona. El poeta e investigador peruano Paolo de Lima, de visita en la ciudad y llegado de Alicante, me habló de la edición príncipe de España aparta de mi este cáliz, conservado en la biblioteca de ese referente cultural y turístico de Cataluña.

Proclama Beatriz Sarlo en Tiempo pasado que “la memoria es siempre anacrónica”; empero, su anacronismo no implica que sea cautiva de las imprecisiones. Recuerdo con exactitud que la conversación con Paolo fue un viernes de marzo, tarde soleada aunque otoñal. Lo que hice fue llamar a la biblioteca de la abadía para preguntar algo urgente: ¿podríamos ir al día siguiente a recorrer el lugar y tentar la posibilidad de contemplar el Vallejo impreso en 1939?

No suelo visitar los santuarios de escritores, ya sean las tumbas en las cuales fueron enterrados o las casas donde limpiaron la tierra de sus zapatos desde niños; por ello, en ninguna de mis visitas a París me he dirigido al cementerio de Montparnasse para ver la tumba de Vallejo o alguna otra dirección clásica de los mapas literarios. Mi adhesión está encaminada a la obra, con un fetichismo afincado en los libros y su devenir editorial; todo esto, por encima de los restos mortales en un camposanto o los retazos de biografía en museos de lo vivido, donde sobra la impostura. Tener entre manos España aparta de mí este cáliz se me figuraba como un lance erótico de tremolante impresión.

Entonces, cuando desde la abadía de Montserrat respondieron a mi consulta telefónica con un “imposible”, pues los fines de semana la biblioteca se mantiene cerrada al público, me sentí reconfortado. Avariento de lo sensual, no deseaba compartir el momento del encuentro libresco con nadie más; el poeta e investigador peruano que estaba de paso en casa hasta el domingo por la mañana perdía la oportunidad de estar codo a codo conmigo ante aquella revelación impresa en 1939.

En la misma llamada de aquel viernes, me indicaron que escribiera al correo de la biblioteca para solicitar la visita, poniendo énfasis en el motivo de mi interés. El lunes, mandé el mensaje con el título del libro de Vallejo como asunto: “España aparta de mí este cáliz”; por supuesto, solicitaba contemplar y fotografiar los que tuvieran en su repositorio.

Durante la tarde recibí la respuesta a mi pedido con una explicación que me asombró: solo conservan un ejemplar de aquella primera edición; no dos ni tres o cuatro. El correo incluía una frase tan cordial como asertiva: “Proponga usted un par de días para venir y lo vamos concretando”. Y así fue. Cuadramos un horario y una fecha, también en viernes, para tener ante mí el único ejemplar que se conoce hasta ahora.

En la página 168 de su estudio César Vallejo: la escritura del devenir, Julio Ortega cuenta lo siguiente: “Estuve en el verano de 1985 en la abadía para ver ese legendario libro”. En ese entonces yo tenía nueve años; ahora, con cuarenta y uno, iba a procurarme una experiencia similar. Me recibieron en portería al mediodía y subimos las cinco plantas hasta la biblioteca, destruida en 1811 durante la guerra de independencia contra los franceses y reconstruida por el arquitecto modernista Josep Puig i Cadafalch, célebre por su Casa Amatller en Paseo de Gracia de Barcelona. Sin embargo, no me dejaron entrar a la biblioteca, de la cual solo pude fotografiar el pórtico cerrado. El ejemplar de César Vallejo me aguardaba en el despacho de enfrente, semejante a cualquier oficina estatal del mundo por sus escritorios, mesas y sillas.

A primera vista, el único ejemplar de la edición inaugural de España aparta de mi este cáliz sorprende por un hecho que podría desmerecerlo: la cubierta no es la cubierta original, sino una contemporánea de tono oscuro que en el lomo anuncia: Vallejo. En cambio, el interior sí es un viaje de ocho décadas. El papel de la impresión es grueso, como de 150 gramos y, a su vez, rugoso como el yute; no diría que es tosco o rústico, pues el color de las hojas tiende al blanco y sin los desgastes con que el tiempo suele castigar a los de mala calidad. Si bien el libro no excede las sesenta y cuatro páginas, por grosor y tamaño se parece a un cuaderno empastado de colegial.

Toda la impresión está en tinta negra, desde la portada hasta el pie de imprenta y el dibujo que contiene el ejemplar. En la portada figura el título del libro con una indicación extra: “Soldados de la República fabricaron el papel, compusieron el texto y movieron las máquinas. Ediciones Literarias del Comisionado del Ejército del Este. Guerra de Independencia. Año de 1939”. A partir del pie de imprenta se sabe que el tiraje fue de mil cien ejemplares, aunque se numeraron doscientos cincuenta; y se conoce uno, que no goza de numeración. El dibujo que se consigna antes de los poemas es uno bastante célebre: aquel icónico que hizo Pablo Picasso de César Vallejo. Destaca, además, un prólogo de Juan Larrea.

Como publicación, lo más notable del ejemplar es el primor con que lo trabajó editorialmente Manuel Altolaguirre, quien en 1938 también se ocupó de Pablo Neruda. Por un lado, están impresas exclusivamente las caras impares del libro; por otro, hay poemas precedidos por una palabra de inicio, que asoma náufraga en el ángulo inferior derecho de la página.

Contemplar el libro y leerlo de nuevo. Fotografiarlo. Cinco imágenes con la cámara fotográfica. Así como fueron sesenta kilómetros hasta Montserrat desde casa, fueron también sesenta los minutos que permanecí ante España aparta de mí este cáliz, en la soledad fetichista y extasiada de aproximarme a un objeto único. Único, el ejemplar, pues su autor debe estar en las antípodas de ese concepto ligado a la restricción. Frente al poeta se impone la responsabilidad humanista de fomentar una pluralidad de lectorías; incluso, hacerlo masivo. Vallejo de cualquiera y de todos.

Publicado originalmente en España aparta de mí este cáliz. Universidad César Vallejo. Fondo Editorial. Lima: 2018

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