Álvaro Hernando Freile (Madrid, España, 1971), maestro, periodista y antropólogo. Ha publicado, en poesía, Mantras para bailar, Ex-Clavo, Chicago Express y Mar de Varna; en narrativa: Cuentos @. Sus libros se han publicado en Estados Unidos, Italia, México y España. Reconocido en 2018 con el premio Poesía en Abril, del Chicago Poetry Festival. Director del Festival Internacional de Poesía de Madrid, (im)Prescindibles, y creador del premio Internacional de poesía Asterión y co-fundador de la norteamericana Asociación Woodstockiana de Mus. Editor de la colección de poesía de Baile del Sol.
Plomo
Sin medida del amor, dos rebosan, el uno en el otro.
Son densos. Se sumergen en sí mismos. Como piedras
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Religiones
Hay muchos pájaros jóvenes, orando en el patio de la escuela abandonada, pizcando del suelo algunos huesos, como en rezos persistentes contra un muro. Antes que ellos fueron los gritos de los niños, los que golpeaban las pisadas de los juegos, espantando el polvo de la tarde, agrietando los silencios de la calle.
Y entonces llegamos los adultos, atados a los mástiles del barco, y espantamos al hambre de las aves invocando los aullidos de una madre. Nos movemos en manada sobre el tiempo, acurrucamos nuestras sombras y despoblamos de inocencia nuestras noches. Somos identidades digitales, alejadas del roce de los dedos. Siempre acompañados, elegimos la voz de los ausentes. El deterioro nos regala más belleza, cuarteando las miradas y sembrando nuevos huesos, para nutrir futuras religiones.
Olor
La cocina olía a sangre o a leña hecha de grillos,
los pucheros a leche tibia y la leche a pan mojado;
las grietas de la abuela a la piel de las cebollas,
los lobos comían silencio y emboscaban los mastines
y el suelo raía piedras grises de filos blancos,
sobre las que uno no sabía si caer o ser pasto.
En los baldes metálicos nos reverberaba la piel,
la sombra de los manzanos mordía sobre el frío,
la luz no calentaba el agua ni trepaba por los troncos
y la voz infantil se erizaba, como un maullido,
dando aliento de carne a la fe de mil avispas
que nos salpicaban con zumbidos como fauces,
sobre el huerto-vertedero de espejos y de plásticos.
Los niños éramos trabajo en busca de estipendio
y el hambre se traducía a la lengua de los cerdos.
La poesía se escondía en los recuerdos del abuelo,
como un cadáver se llena de larvas de soldados,
y nos cosía las entrañas al balido de un cordero.
Nos comíamos su carne, enrojecida de silencio,
arrojando una voz llena de huesos y de culpa
a un enjambre de verduras que se pudrían sollozando
junto a la piel amoratada del lecho del cerezo.
Se descubrían los pechos húmedos de vida
bajo un vino corrupto por el polvo de las eras.
Así era el caudal del arroyo que cantaba
bajo los recuerdos de un ácimo verano
escondido en la vereda.